
PRÓLOGO
El Diablo del cementerio Père-Lachaise, de Olga de Benois
«La luz brilla en las tinieblas…»
Al comenzar a escribir esta reseña, no sabía por dónde empezar. ¿Cómo acercarse a un cuento? ¿Cómo atrapar por la cola al Ave Fénix? ¿Cómo correr bajo un arcoíris? Solo los soñadores pueden lograrlo. Pero las personas que se enorgullecen de su razón, y al mismo tiempo la han perdido; que están atrapadas por sus pasiones pero temen amar, no son capaces de extraer la espada de la piedra. ¿No somos así, en gran parte, nosotros mismos? Lo confieso: no tengo el valor de negarlo. Por suerte, no estamos perdidos del todo. En nuestros corazones aún viven el Principito y su rosa, nuestros ojos todavía reflejan la Vía Láctea, somos capaces de oír la risa de las estrellas… o el llanto de la Luna. Solo hay que creer. No intentes asediar el cuento: no es Troya. No trates de domarlo: no es Sivka-Burka. Como decía el personaje del genial dibujo animado «El erizo en la niebla»: «Que el río me lleve…»
Dejarse llevar por el cuento, abrirse a él: esa es la única manera de conversar con él, de disfrutar su sinceridad, de revivir, de respirar… Mi intento está ante ustedes.
El título «El Diablo del cementerio Père-Lachaise» me desconcertó al principio. Esperaba algo oscuro, neogótico, casi una novela de vampiros, fantasmas y rituales sangrientos. Aunque, en lo del ritual sangriento, no me equivoqué del todo: en uno de los capítulos la sangre fluye a torrentes, la sangre preciosa de un ser cruel y sombrío… ¿Da miedo? No nos adelantemos. El subtítulo lo aclara todo: «Una palabra sobre el amor eterno». Olga de Benois es de esas autoras que no dicen palabras al azar. Si dice que es un libro sobre el amor, entonces lo es. Si afirma que no se trata de una novela, ni de un cuento, ni de una parábola, ni siquiera de una fantasía al estilo de Alexander Grin, créanle. Y no se arrepentirán.
La Palabra es un género de la literatura rusa antigua, conocido sobre todo por La canción de la hueste de Ígor. Una de sus características es el entrelazamiento de palabras, es decir, un lenguaje adornado, donde los epítetos y estructuras sintácticas se tejen como nudos celtas o caligrafía árabe. Esta filigrana verbal no es un fin, sino un medio: así se logra una intensidad emocional profunda y una gran psicología narrativa. La forma responde al contenido: ¿cómo más gritar a un mundo sordo e indiferente, cómo llevarle la luz del amor si no es encendiendo los corazones con la palabra?
En el libro de Olga de Benois, el fuego –no infernal, sino divino– se enciende en el corazón del Pequeño Diablo, y desde ese instante, ocurra lo que ocurra en el cementerio de Père-Lachaise, yo creía que todo terminaría bien. Seguí sus aventuras, admiré las descripciones del Carnaval del Pescador Loco, sufrí y me estremecí… pero la llama ya ardía.
El libro atrapa: leerlo es como observar una llama danzante o mirar el agua fluir. Y sin embargo, el relato tiene una estructura sólida, como el tronco de un árbol. El tronco del Roble Milenario con el que el encuentro es inevitable. En sus ramas habitan cuervos –no porque cacareen lúgubres en las criptas góticas, sino porque… Bueno, cuando comprendemos que ese roble es en realidad un fresno, la simbología se aclara: es Yggdrasil, el árbol cósmico que puede llevarte hasta la Luna…
Calaveras y sangre, lágrimas y risas lunares, la piedra filosofal, un espejo mágico… En este texto encontramos muchos objetos-símbolos, cargados de significados por milenios de humanidad. Pero aquí están renovados, firmemente entrelazados en una sola red (¿la red del Pescador Loco?). Los epígrafes refuerzan este simbolismo. Uno de los mayores placeres de leer El Diablo del cementerio Père-Lachaise es leer primero el epígrafe, luego el capítulo, y luego volver al epígrafe para reinterpretarlo, encontrar paralelismos, conectar hilos… Los amantes del juego literario, las referencias, los guiños y las alusiones vivirán una auténtica aventura.
Entonces: lágrimas y sangre, agua y fuego, el árbol del mundo cubriendo con sus ramas un antiguo cementerio, crepúsculo y luego estrellas –¿basta para crear magia? No, falta el Tiempo. Por supuesto, es la Nochebuena. La unidad y oposición de la vida y la muerte. En esa noche las fuerzas se agitan, y los espíritus se congregan para el Gran Carnaval: «para estirar sus huesos milenarios, comentar los chismes de la ciudad, quejarse del precio del combustible y, por qué no –el diablo siempre bromea– darse un festín con algún alma imprudente».
Pero el Pequeño Diablo es un enamorado valiente: lleva su amor a través del caos y la oscuridad como Danko lleva su corazón ardiente. Un encuentro fortuito (¿o no?) con el aventurero incorregible y bromista inspirado Jim Morrison, y el héroe encuentra un propósito. La esperanza –una tentación peligrosa para un ser maldito, atrapado sin saber por qué en una estatua funeraria.
Pero si en su alma habita una doncella celestial, ¿y sus ojos recuerdan estrellas fugaces?
«Cuando miraba a la bella doncella, veía aquella lluvia de estrellas. Le parecía que ese fulgor era como un hilo conductor en la cadena de sus vidas oscuras. Tal vez había expiado su pecado, se preparaba para renacer. O para desaparecer por completo. Ni él mismo lo sabía.»
¿Cuántas veces pudo haber sucumbido a la desesperación en esa noche de locura, renunciar a la esperanza, simplemente desvanecerse? Pero el amor es un faro, y el sueño, una nave. Y nosotros, junto a él, nos lanzamos como caballeros hacia su amada inalcanzable…
El ritmo rápido de la acción y la unidad del lugar dan al relato una sensación de solidez, de coherencia. ¿Una obra teatral? ¿Una película? A pesar de la belleza del estilo, las descripciones, los pasajes líricos, ocurren muchas cosas. ¿Una misteria medieval? Probablemente: cuando las procesiones recorrían las ciudades y todos los ciudadanos participaban del espectáculo en las plazas. Así también nosotros nos vemos arrastrados por el Pequeño Diablo al torbellino encantado. ¡Qué contraste! El frenesí del carnaval profano y la sacralidad de los grandes temas.
Pero nuestras almas, desde la Edad Media, desde las leyendas o incluso desde las tragedias griegas, están acostumbradas a ese filo agudo: solo lo hemos olvidado, enfriados por lo cotidiano. «Una palabra sobre el amor eterno»… ¿Una broma? ¿Amor? ¡Que nos den dinero! Y además eterno… ¡Vaya disparate! Pero detente… Escucha… Mira más de cerca… El amor es el crisol donde el mineral de nuestro corazón se convierte en metal noble. Sí, duele. Sí, es una prueba. ¡Pero no temas! ¡Buena gente! Les aseguro que no podrán apartar los ojos del relato, como el Pequeño Diablo no podía dejar de mirar aquella lluvia de estrellas.
Los personajes son plásticos y tridimensionales; en muchos momentos sientes que podrías tocarlos. ¡Qué parejas! El texto está lleno de parejas armoniosas y felices, capaces de sacrificarse el uno por el otro, de escucharse, sensibles, con sentido del humor compartido –algo esencial. No revelaré todos los secretos, querido lector, pero créeme: la cantidad de amores sinceros me sorprendió, sin parecer nunca forzada.
Otra contradicción: la acción ocurre en un cementerio, entre demonios, sombras, espíritus de grandes figuras como Sarah Bernhardt, Molière, Isadora Duncan, o el propio Jim Morrison… y sin embargo, hay tanto amor, tanta ayuda desinteresada… Una contradicción aparente. Un mundo sano, no distorsionado por la envidia, el odio, la ingratitud… debería ser así.
El Pequeño Diablo no está solo. Me atrevo a jurar que incluso el Pescador Loco, señor del Gran Carnaval, está cansado de lo falso, sediento de amor verdadero… Es uno de los personajes mejor construidos. Es hermoso como algo monstruosamente grotesco, y atractivamente repulsivo en su caída tenebrosa, insaciable, sombría.
Permítanme citar a la autora:
«El Pequeño Diablo miraba con horror ese rostro derretido, tallado como en obsidiana, que aún conservaba vestigios de antigua belleza, no borrada por los siglos de excesos y pasiones. Sobre los cabellos rizados, plateados, del Pescador Loco descansaba una corona trenzada con fauces de animales, algas, conchas, restos de barcos, aviones y velas de yate. Sus manos cubiertas de anillos, con garras desgarradas, yacían como látigos sobre los apoyabrazos del trono adornado con cráneos de gobernantes. Sus botas colosales –cada una podría albergar una cripta del Père-Lachaise– se apoyaban sobre una bestia rugiente surgida del Sena.»
¡Dan ganas de dibujarlo! Estoy segura de que a los ilustradores les encantaría trabajar con El Diablo del cementerio Père-Lachaise, y me gustaría ser una de ellos. Las imágenes –la “Honda esquelética” como medio de transporte, o los esqueletos de famosos jugando al tarot sobre las tumbas– piden ser ilustradas. ¿Vitral? ¿Grabado? ¿Collage? ¿Acuarela? No importa, con tal de captar la vivacidad de las estatuas vivas, la fragilidad de las sombras, el temblor frío de la luz lunar, la santidad del amor eterno…
Si Olga de Benois no hubiera llamado a su libro una Palabra, me habría atrevido a decir que es una parábola. Todo está medido con justicia, a cada uno lo que le corresponde. Hay una altura luminosa a la que aspiran todos… bueno, casi todos… muchos de los personajes. Y está Él, cuya luz resplandece tras la noche de caos demoníaco. El triunfo de la vida y la transformación después del dolor, la separación y la muerte –¿acaso no es eso una parábola? Tal vez se acerque más a El pescador y su alma (de cuyo texto también hay un epígrafe) que a El Principito.
Pero lo cierto es que El Diablo del cementerio Père-Lachaise es una historia universal y poliédrica en la que muchos encontrarán –o desearán encontrar– su reflejo…
¡Pero cuidado! Este cuento, o parábola, o Palabra, es como el espejo de la Bruja Peluda: te mostrará tal como eres. ¡Ay de los que llevan máscaras! Donde hay amor, no hay lugar para la mentira. Emprende el viaje si tu corazón arde con valor, si las palabras pasión, ternura y misericordia no te son ajenas: ¡adelante, al Carnaval del Pescador Loco! No temas nada, y que el amanecer te encuentre al lado de quien amas.
Elena Reid, poeta y crítica literaria



